VIAJE A LA MÚSICA sólo se puede coger la música con las manos, los viajeros se escapan por sus miedos … Regalar música no es cualquier cosa, es regalar un recuerdo, algo que no se puede tocar, un sentimiento. Es jugársela, a saber si le gusta el concierto. Es ponerse al descubierto, decir lo que se siente y que sólo se puede decir con la música. Cuando a un viajero le regalan música, siempre es en forma de concierto, no le regalan latas con música para escucharlas a solas en casa o en el coche, siempre dos entradas para oír un concierto de la mano. Al viajero le gusta recontar una y mil veces la anécdota de Borges, que no le gustaba la música clásica, pero que un día acompañó a su mujer a un concierto. El trato era que él se iba y volvía al acabar. Cuando acabó el concierto, María Kodama se dio cuenta de que Borges seguía cogido de su mano. Ella se disculpó, dijo que no quería retenerle, que no se había dado cuenta, que sabía que no le gustaba, pero Borges le contestó que lo había sentido igual que ella … a través de su mano. Ella le quería regalar un concierto, pero viniendo de ella no podía ser ni en un sitio normal, ni decírselo de antemano. A ella le gusta jugar con las sorpresas, con los antros en los que la rodilla se choca con la guitarra, o con el saxo, ella es de distancias cortas, tiene que estar metida en medio de la orquesta, como uno más del grupo, mirándoles a la cara, sintiéndose mirada, en medio de la música, como si pudiese tocarla …, no interpretarla, otro tocarla, tocarla cogiendo las canciones con las manos. Así que cuando acaba el concierto coge las manos del viajero y baila entre sus brazos mientras que la gente trata de salir del local. Ella no tiene prisa. El viajero mintió o a lo mejor no mintió, qué más da, son medias verdades. El viajero dice que es de …, pero es una verdad a medias, porque el viajero es de …, pero a veces no es de … Qué más da … hablaron con los músicos y el compadreo de la tierra, la tierra de uno, bueno la tierra del músico, o quizás también la tierra del viajero. La música abre el apetito, pero todo acaba a unas horas de esas en las que no hay ya tiempo. Encuentran un lugar que recuerda al mar, comen y ella le regala un codillo musical, o a lo mejor la mitad de uno … Ella es generosa, ella bebe su albariño, ella habla con los camareros, maneja y desmaneja la escena, el viajero se deja llevar, le encanta cuando ella marca el ritmo, cuando es realmente ella, llenándolo todo, organizándolo todo, respirando todo el oxígeno de la sala, como esas bombas que dicen que absorben todo el aire, toda la música, toda la energía … Y le dice al oído que la blusa de seda tiene arreglo en el tinte, o mejor que se quede siempre con los recuerdos de la cena, y le dice que habrá más regalos, y el viajero bromea con una iglesia en París en la que cantan gregoriano los domingos por las mañanas justo después del paseo de después de la cena … Al día siguiente se reúnen
con unos amigos filósofos y descubren un lugar abandonado por donde
pasaron las manos trabajadoras de un antepasado del viajero, viaja al pasado,
viaja a la música, vuelve. Y ella le sujeta en una foto porque el
viajero sale movido hasta en las fotos, casi cuando vuelves a mirar la
foto ya no está, como la música, ya no está, queda
el recuerdo de lo que se sintió durante el concierto, cuando ella
cambió su respaldo por el brazo abierto de un viajero que no quiere
lo que ella quiere, eso que quiere cuando bebe demasiado albariño,
y el viajero se siente culpable por no saber dar, pero es que sólo
se puede coger la música con las manos, los viajeros se escapan
por sus miedos …
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