VIAJE A UN MANTÓN DE MANILA La soleá del mantón con parada en Averroes y Avicena. Iban paseando por Madrid y dieron con un edificio que parece de Gaudí pero que claramente no es de Gaudí. A la vuelta de la esquina de este edificio está el antiguo taller del pintor cordobés Julio Romero de Torres, el viajero empezó a contar … guitarras, mantones de Manila, abanicos, zarcillos. Ella le interrumpió y le dijo ¿por qué no me lo cuentas en …?. Pasaron los años y un día se detuvieron en aquel lugar, ante la estatua de Averroes. Un sufrido guía trataba de explicar que el filósofo Averroes había dicho que no todo el mundo entiende la filosofía, así que se les explica a través de las creencias, pero que el resultado es el mismo, porque lo importante es vivir conforme a la ética. Ella le preguntó dónde hubiese tomado Averroes un gazpacho. Empieza el viaje a un mantón de Manila. El gazpacho lo tomaron en la terraza de una callejuela donde corría algo de aire que les aliviaba el calor del mediodía de un todavía caluroso día otoñal. Estaban cerca de la casa de Julio Romero de Torres. El viajero habló una de sus modelos, recordó a una anciana que murió sin dejar nunca de ser modelo, una mujer que había aparecido en un billete, una mujer con unos ojos negros inmensos que se salían de la cara, unos ojos incapaces de olvidar para un viajero muy niño que un día fue mirado desde aquellos faros. Hablaron de Avicena porque ella le tendió una trampa, como siempre, y todo para saber que lo importante es el alma, no el cuerpo. Hablaron de la extraordinaria memoria del filósofo, de sus excesos, del poco caso que hacía a sus médicos, de su soberbia, como cuando le reprocharon que no hablase bien el árabe y en poco tiempo escribió un compendio de aquella lengua ... Recordaron el ejemplo que siempre ponía para diferenciar el alma del cuerpo. Decía que un cuerpo flotante sin miembros, un adulto creado por Dios sin miembros, sin ojos, sordo, aislado, flotando, sin contacto corporal alguno, incapaz de saber que existía su cuerpo, sin embargo, sería consciente de su existencia, una existencia que no sabría que tenía cuerpo, pero que existía al margen de un cuerpo, por eso la distinción entre cuerpo y alma. Y cuando todos veían al cuerpo flotando y pensaba en el alma, ella dijo que también hay cuerpazos sin cerebro, que también es verdad y que no les flota el cuerpo, sino el cerebro que anda de eternas vacaciones. Otro gazpacho, dijo ella. Hacía calor, mucho calor, unos adolescentes la miraban con los ojos de respeto con los que se mira a una profesora y le preguntaban por la vuelta a la playa y las camisetas con toros para llevar a la familia. Una mujer escupía a las fuentes de agua. Hacía mucho calor en el otoño de una joya andaluza. Y tras ver los cuadros de Julio Romero de Torres hablaron de los mantones de Manila, como el que el viajero atesoraba en su maleta para regalárselo aquella noche, la noche sin sueño. Porque el viajero había visto volar los mantones en las noches flamencas. Entonces ella le tendió una trampa, como siempre, y todo para saber que lo importante es el alma, no el cuerpo. Y el viajero cayó en la trampa, y no quiso regalar el mantón, porque pensaba que los mantones son como el amor, que se regalan para cuidarlos, para hacerlos volar, no para tirarlos al suelo y pisotearlos. Ella le tendió una trampa
y el viajero sólo supo ver el mantón en el suelo, … a veces
los viajeros no saben que, como en la soleá del mantón, no
es el mantón de Manila lo que vuela, es ...
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