EL VIAJERO. Geografía íntima.

VIAJE AL CALLEJÓN DE LAS BRUJAS

Un acantilado de arcilla junto a un río lleno de aves, olivos y almendros en flor.

Ella es impredecible, por eso es ella.

No acababa de llegar la primavera y eso la traía de los nervios, así que cogió el coche y apuntó al sur, a la búsqueda de almendros en flor. El viajero sabía que aquel viaje traería una historia.

Eligió dos lugares. El de la literatura y el de la naturaleza. El de la literatura obligaba a pasar por uno de los muchos callejones de las brujas. A escuchar a una guía de pelos embrujados las historias de aquellas pobres mujeres que se ganaban la vida curando en base a la superstición, porque en una época de desconocimiento científico era eso o nada. Y para decir sin hablar conducía a los visitantes a un santuario y contaba otra sanación de la peste. Mezclaba las cosas intencionadamente para acabar narrando la historia de una bruja que no supo curar a uno de los frailes del pueblo. El fraile la denunció y en la plaza del pueblo azotaron a la pobre mujer desnuda. La pobre tenía hijos que alimentar y tras aceptar dos años de destierro volvió al mismo pueblo a hacer lo único que sabía, curar con hierbas, con hechizos, a saber.

La otra gran bruja, la de la literatura, fue la que enamoró a Melibea, la Celestina. Calisto no necesitó embrujo alguno, se enamoró al primer vistazo. Recordaron cuando Calisto entra en el jardín persiguiendo a Melibea y empieza a desvariar. Le pregunta el criado ¿pero qué dices, tú no eras cristiano?. Y le responde, yo soy Melibeo. ¿Qué mejor definición del verdadero amor?

Tras escuchar la tragedia romántica, vino el paisaje. Un lugar al que se llegaba andando entre olivos y almendros en flor. Un sitio escondido, sin indicaciones, un camino que conduce a un gran rio, y de pronto, precipicios, acantilados sobre una inmensa extensión de arcilla. 

Ella no quiso ser bruja frente a aquel paisaje. ¡Qué pena!

Y se fueron huyendo por una carretera que no merece tal nombre, pero por la que pasean indiferentes las perdices, entre encinas, matorrales, entre quintas de caza y castillos medievales.

Hasta acabarse la carretera y entrar a la ciudad del pasado que envuelve el mismo rio que les había deslumbrado por la mañana.

Tras caminar hasta el límite, un chocolate para volver a la vida.

Al regrasar, se reencontraron con el gran tesoro y cenaron juntos escuchando las hazañas futbolísticas de un patio de colegio en un lugar lleno de gente que cumplía años y a los que no paraban de cantarles. 

El día se quedó sin horas y al cerrar los ojos, el viajero soñó con brujas felices que sobrevolaban en sus escobas un acantilado de arcilla junto a un río lleno de aves, olivos y almendros en flor.

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