Qué alegría vivir...
Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí,
muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los
espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los
labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los
nombres,
la verdad trasvisible es que
camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces,
hablo.
Que hay otro ser por el que
miro el mundo
porque me está queriendo
con sus ojos.
Que hay otra voz con la que
digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere
con su voz.
La vida —¡qué transporte
ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que
ella hace,
en que ella vive, doble, suya
y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje
blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella
miraba,
y nieve que nevaba allá
en su cielo.
Con la extraña delicia
de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías,
tan distantes.
Y todo enajenado podrá
el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya.
Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío
no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y
que me vive
otro ser por detrás de
la no muerte.
De: La voz a ti debida (1933)