VIAJE A LA PRIMERA FLOR DEL ALMENDRO

La primavera además nos devuelve a la juventud.

Todo empezó porque el viajero le dijo que había visto en un parque la primera flor de almendro de la ciudad.

Ella sacó la conclusión interesada de que ya era primavera. Lo mismo pensó meses antes cuando vio en flor los almendros del sur.

También lo pensaba meses después de la primavera cuando sólo queda un almendro por florecer, uno que hay junto a una muralla en la ciudad más fría de todas. Es el último en florecer, casi en verano, pero ella dice que ya es primavera.

Es lo mismo que piensan todos los jóvenes, esos que nunca han pensado en el número de primaveras que tiene una vida.

Y como era primavera para ella, empujo al viajero a su coche y le dijo lo que dicen las brujas sobre sus escobas, móntate que nos vamos volando.

Cuando llegaron, la marisma estaba repleta de sol y los arrozales despuntaban diminutas flores blancas que se mezclaban con el blanco de las garzas. 

La larga playa de arena relucía dorada con un solazo de esos que nos ciega sin quemarnos y que sólo hay en primavera, cuando el sol dice que tiene que hacer calor y el viento sopla frío, hasta que el viento se aburre y para de molestar.

Pero aquella mañana no hacía viento, todo era sol, arena, mar, un cormorán y un puñado de diminutas gaviotas. 

En la playa se había formado islotes de arena de restos de una borrasca. Caminos para pasear con el mar a los dos lados.

Ella se empeñó en ir a comer a un pueblecito que conocía junto a la marisma. Comieron una paella y pronto huyeron de la gente. 

La cena fue algo anárquica pero estuvo bien. Empezaron con horchata y acabaron con alcachofas. La ciudad mediterránea estaba preciosa con sus viejas torres iluminadas y sus paseos de mármoles de colores. 

Eran dos fabricantes de recuerdos. Sabían que eso es lo que justificaba la vida, almacenar momentos compartidos. 

Siempre hay una razón para salir a disfrutar de la naturaleza, decía el viajero, pero la primavera además nos devuelve a la juventud.