VIAJE A LO QUE DESMERECEMOS.

Aprendiendo a aprender.

Hay ciudades de las que nadie habla. Nadie ha ido. No aparecen en las guías de viajes. Esta ciudad era una de ellas. Era una desconocida a la que se desmerece no visitando, no hablando de ella. 

En un viaje de paso, el viajero la dedicó una parada, sin bajarse del coche, para ver únicamente una fachada. Entonces el viajero estaba en otras cosas y cuando se viaja no se puede estar en otras cosas. Viajar no es pasar por los sitios. 

En todo caso no hubo flechazo, seguramente el calor de un verano mesetario, o que la memoria no coloca las cosas en su justo valor. Quizás el viajero tenía los ojos demasiado jóvenes para pararse a ver con tiempo. El tiempo es lo que hace a los viajeros, como a todo en la vida.

Durante muchos años el viajero se olvidó de aquella ciudad hasta que un día ella dijo que había que ir porque se lo habían prometido a alguien muy especial, así que se fueron todos juntos.

Iban sin ninguna expectativa, a pasar el día. Iban por verlo todo, porque ya habían estado en todas partes y por descubrir algo nuevo. Por muchas razones, pero ninguna de ellas las que llevan a todos los viajeros.

Así que cuando se encontraron con una ciudad que contaba a través de sus monumentos como se pasa de ser un pueblo medieval a la capital de un imperio en su mejor siglo de oro, es que no se lo creían.

Eso es viajar, sorprenderse. 

Mirar a una pared y ver una especie de bordado blanco inmenso. Una fachada deslumbrante. Ver como algo magnífico lo que uno se conformó con ver, con prisas, desde la ventanilla de un coche, en un verano lejano.

Desde aquel día el viajero supo que nunca había que desmerecer, que sólo había que esperar a saber apreciar.

Aquella ciudad era para él como una desconocida, nunca dio nada por ella, tardó años en visitarla, pero tras aquel viaje le descubrió que estaba aprendiendo a aprender.