VIAJE A LA CHURRERÍA

Ir a la churrería el domingo a primera hora era un ritual que hacía saltar de la cama al viajero antes de que amaneciese.

Daba igual lo que dijesen los médicos. Allí estaba el primero. 

La luz era la del amanecer o las primeras horas del día. El frio era el que cae de las montañas. El olor era inconfundible, la rueda de porras sobre el aceite hirviendo.

Los churreros eran la verdadera razón de los viajes a la churrería. Un matrimonio trabajador, encantados de su trabajo y conscientes de la felicidad que traían a las mañanas de un pueblo donde nunca pasa nada.

El churrero quería hablar pero su mujer siempre le cogía sus palabras al vuelo y seguía ella con la conversación. Sonreían, tenían conversación para todos. Las palabras giraban al ritmo de la rueda de porras, todo seguía su curso, las monedas, los saludos, el reparto de las porras.

Detrás de tanta sonrisa había una vida muy difícil. Sólo las vidas difíciles dan valor a lo que lo tiene y dibujan sonrisas en las caras.

Entregaban las porras como el que entrega un tesoro. Llegaban ardiendo al primer mordisco impaciente de camino al bar del pueblo. Un café con leche tan caliente como las porras. Un sabor que desconcentraba al viajero. ¡Ya no está, ya volverá cuando acabe las porras!

Si al viajero le hubiesen tenido que ofrecer un último deseo antes de fusilarle no lo hubiese dudado, pero claro con las porras hechas por sus churreros, un matrimonio que ponía todo su amor en el manjar que hacían.