VIAJE AL ESTRELLANTE

El único al que no vence ni el alzheimer de sus jugadores. 

Tras un día en coche en dirección al poniente, tras las montañas que rodean la meseta, está el pueblo.

Un pueblo pequeño y abandonado por el que discurría un riachuelo en el que se lavaba la ropa de rodillas.  

El viajero anciano era entonces un chavalín. Por entonces el pueblo no tenía calles ni agua corriente. 

La gente del pueblo tenía bestias con las que trabajar el campo, pero ya había un tractor que transportaba el trigo hasta el silo. Sobre aquel tractor, sobre aquel trigo, retozaban unos chiquillos de pantalón corto.

Las tarde las ocupaban las salidas al campo. Coger lagartos, meter palos en los nidos de las culebras, pegarse por jugar, correr por las calles gritando por gritar. 

Un día una abuela de la ciudad le trajo un traje de portero de fútbol a uno de los chiquillos. 

Se formó un equipo de fútbol, el estrellante. Nunca ha habido un equipo tan renombrado tras medio siglo de olvido. Jugaban todos a la vez, los de un lado contra todos. Siempre ganaba el estrellante. En la memoria de los hoy viejos del pueblo no se recuerda ninguna derrota del estrellante. Era imposible marcar un gol al portero bendecido con un traje rojo cruzado con dos rayos que había llegado, nada más y nada menos, que desde la gran ciudad que se había tragado a medio pueblo. 

El pueblo está hoy más vacío que entonces. Ya entonces no había hombres, todos estaban en Alemania, Sólo quedaban los ancianos, las mujeres y los niños. Hoy sólo quedan los ancianos que entonces eran niños.

En aquel pueblo con nombre de princesa mora, el pueblo que conduce al santuario, el pueblo que está a los pies de la gran montaña repleta de gamos, allí, en aquel pequeño pueblo con olor a miel y perrunillas, hubo un gran equipo de fútbol, el estrellante, por el que hoy se sigue brindando. 

Viva el estrellante, el mejor equipo de fútbol del mundo, el único que nunca encajó un gol. El único al que no vence ni el alzheimer de sus jugadores.