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10 de enero de 2018

VIAJE A LA LOTERÍA

En la puerta tenía clavado un cartel: cerrado por vacaciones ilimitadas. ¡Me ha tocado la lotería! 

Era un día de nieve. De esos días en los que la radio no para de alertar que no se coja el coche. Era el día perfecto para volver de un viaje lleno de sol y de playa. Eso pensaba ella que quería ver los campos de olivos cubiertos por la nieve.

Era uno de esos viajes de invierno en los que se coleccionan amaneceres y puestas del sol en el mar. Con las olas batiendo fuertemente la playa y un viento que nos mueve la mano con la que hacer la foto.

Era esa época en que la luz se aprecia tanto como los pocos ratos de calor en los que uno puede remojarse los pies en un paseo playero.

Uno de esos viajes en que la tradición les llevaba a la calle de los números. Una calle que se descuelga por una montaña frente al mar en un pueblecito de casitas encaladas.

Esos días en que hay que aprovecharlo todo y se come de tapas lo que sea para que dé tiempo a todo.

Cenaban lo que salía de la parrilla de siempre, del mesón del amigo, la carne con pimienta y especies, todo con saber a sur. 

Bailaban donde podían. Menos de lo que querían.

Las calles estrechas y empedradas estaban adornadas con luces de colores hasta la altura del castillo. 

Un viaje que había empezado en la carretera parando en medio de la noche en medio de ninguna parte porque a lo lejos habían visto la silueta de un castillo. Y el castillo estaba.

Un viaje que se inició con una llamada a un amigo de la infancia y un paseo a su lado por una ciudad donde tapear es un arte. Una noche que se les quedó corta y cuando ya se iban y se habían despedido, lo pensaron mejor y volvieron por los pasos andados para poder ver solos en pareja aquellas fortalezas de antes que están junto al río. El color rojo de las paredes llenaba una noche heladora.

Y para volver a la ciudad, para salir de las palmeras y el sol, ella quiso desoír los consejos de la radio y meterse por carreteras pequeñas repletas de olivos y tierra rojiza.

Llegaron a la ciudad universitaria repleta de monumentos y buscaron el bar de entonces, de otro viaje. No se acordaban, preguntaban pero no servía de nada. Ya no era hora de comer, sino casi de merendar, pero seguían buscando. Las piernas estaban cansadas después de haber subido la torre de la catedral, pero seguían paseando bajo un cielo plomizo que amenazaba otra nevada.

Por fin dieron con el sitio, con el bar de entonces. En la puerta tenía clavado un cartel: cerrado por vacaciones ilimitadas. ¡Me ha tocado la lotería! 

Se fueron in comer pero tan contentos. Por fortuna, ella había preparado unos bocadillos de tortilla que les salvó el día. Unos bocadillos bajo el olivar donde ella le dijo no por primera vez.
 


 

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