VIAJE A UNA ENCINA

Los árboles son parte de la familia. 

Algunos campesinos, cuando ven llegar el final, se dan un último paseo por su huerta abrazándose a sus árboles. Los montañeros detienen su marcha para abrazarse a árboles centenarios que encuentran a su paso. La gente de la ciudad sale a las ventanas para tocar las hijas que entran por la ventana.

Los árboles son esos amigos que ya estaban cuando llegamos, que nos han acompañado toda la vida y que seguirán cuando nos vayamos. Muchos de ellos son como de la familia.

Con motivo de una poda enfermó una de las encinas del jardín que rodeaba la casa del padre. Al principio crecían pocas hojas, luego las pocas hojas que crecieron se secaron y ahora sólo cabe esperar. 

El viajero abrazaba a la encina y la recordaba los días familiares que había cobijado con su sombra. La pedía fuerza. Seguro que la encina le escuchaba y hacía lo que podía para sobrevivir.

Era una encina de gran tamaño. El viajero la conoció en su niñez siendo un chaparro pero los años la habían transformado en una señora encina. ¡Qué pena irse ahora! Qué pena irse en cualquier momento. Es como si quisiese convertirse en leños para la chimenea y volverse humo para poder salir de viaje.

Pero el viajero la quería allí, con su sombra, en su sitio, como siempre, como si las cosas fuesen para siempre.

La encina sigue languideciendo, con sus hojas secas, como las flores de otoño, como las farolas cuando tienen las luces apagadas. 

El viajero la mira y nos dice que está durmiendo una siestecilla, que esta primavera nos va a sorprender y que se va a llenar de luz y de verde para volver a darnos sombra y que todo será como siempre ha sido, que nada cambia, que las encinas son eternas, que las familias se reúnen bajo sus sombras. La encina le mira y sonríe. 

Ninguno dudamos de que está sacando nuevas hojas. Lo sabemos porque los árboles son parte de la familia.