24 de marzo  de 2017

VIAJE AL PASEO DE LAS OLAS NARANJAS

Los viajes a la infancia siempre empiezan con una despedida no deseada.

Ella le cruzó la península hasta alcanzar la playa desértica donde vivía un hombre muy mayor en un momento muy triste.

Cruzaron a toda velocidad espacios interminables de tierras rojizas y desérticas que de vez en cuando sorprendían con palmerales y frutales en flor. Era un arco iris de colores bajo un cielo plomizo que no dejaba de descargar lluvia.

Ella frenó de repente para parar a comer en un sitio en el que se comía de otro modo, al estilo de las tierras del norte. Eras sus cosas, los contrastes.

El abrazo al familiar enfermo, el consuelo, el cariño, el adiós que no se quiere dar porque tiemblan las piernas cuando se trata de decir adiós, cuando uno tuerce la cabeza desde el pasillo y se ve a lo lejos al hombre que no se sabe si se volverá a ver.

De vuelta ella quiso dar otro rodeo a la península y llevó al viajero a ver palmeras, huertos antiguos con sabor fenicio. Acequias de agua que discurren bajo las palmeras cruzando caminos de teja y barro para que el agua aliviadora alcance a las higueras, los olivos, los frutales. Un lugar donde cuesta trabajo creer que pueda crecer una mala hierba, pero donde una gota de agua transforma un secarral en un vergel.

Luego llegó la ciudad veraniega de la infancia. Nada era igual. El recuerdo del viajero ya sólo se conserva en los museos. Comieron en un puerto deportivo sobre lo que fue un muelle de rocas en el que había un balneario sobre vigas de madera y del que goteaban los malos olores de las bañeras. 

Son recuerdos y olores infantiles que viajan en tranvía de madera y color amarillo que quedan grabados en la memoria. En el parque infantil ya no quedaba el coche de bomberos que servía de juguete a los niños de antes. Tampoco está el policía municipal que les enseñaba lo que era el tráfico en un pequeño circuito para triciclos con volante y sillín.

Ya sólo quedan las olas naranjas de su paseo marítimo, la concha de la orquesta municipal y por supuesto todas las palmeras. Al mirar las olas del paseo el viajero cerró los ojos y vio a todos los que no están. Recordó el pan con chorizo de una habitación con derecho a cocina. El pan con melón que saciaba el hambre de los mayores hambrientos. El calor húmedo de los veranos del desierto.

Ella le arrancó por su bien de aquel lugar, le cruzó entre dos mares y le llevó a ver una catedral en una preciosa ciudad de interior donde se cenan paparajotes, uno buñuelos que llevan una hoja de limón en su interior y les da un sabor mágico. Repitieron el postre de paparajotes y pasearon junto a un río junto a la catedral. El viajero no habló de ninguna despedida, ni la del hombre mayor, ni la del lugar de la infancia. El viajero se había quedado sin palabras porque los recuerdos se traicionan cuando se cuentan. Mejor dejarlos dormir junto a la bolsa de las canicas y las chapas. Los viajes a la infancia siempre empiezan con una despedida no deseada.
 


 

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