12 de enero de 2017

VIAJE AL AGUA AMARGA

¿Cuándo volvemos a viajar?

Ella se había cansado de pasear por la orilla del mar, del sol de invierno escondido entre las rocas, del chambao del hombre generoso, de los aguacates, de las palmeras, del té bañado en leche del bareto del puerto pesquero, de la recogida de la aceituna … 

Se había cansado de todo y quería ver la nieve y sentir frio.

Frio en la nieve que había visto a lo lejos mientras paseaba por la orilla del mar. Ver es desear y se empeñó en dejar la costa por el camino empinado que sube desde la playa hasta una cima nevada a más dos mil metros de altitud. 

Con el catarro que tenía y los oídos a reventar no era el mejor día para hacerlo. Tampoco lo era la noche anterior de baile sin parar. Pero ella cogió el coche y empezó a escalar la montaña. 

El camino pasa de los aguacates a las encinas y acaba entre abetos. Es un viaje al mundo pasando por la selva tropical, la estepa y las cumbres nevadas, todo en un camino de apenas cien kilómetros de curvas. 

De camino pararon a ver a los atrevidos que se asoman a una montaña con un paracaídas y vuelan hasta la playa sin más ayuda que un trozo de tela y un viento traicionero.

Bebieron agua de los manantiales. Aguas dulces y aguas amargas ferruginosas que dicen curarlo todo. La fuente del manantial estaba llena de jóvenes de largas melenas que lo han dejado todo para vivir en las montañas. Tenían música para bailotear y ganas de no vender nada de lo que ponían sobre sus puestos a la espera de turistas con prisas.

De camino comieron huevos fritos con jamón y patatas a lo pobre. Hacía frio y el cuerpo pedía algo contundente. El buen pan de la montaña rompía los huevos con puntilla y sabor a oliva recién exprimida. El jamón era lo típico de un pueblo gélido repleto de secaderos de carne que asoma sus jamones por las ventanas. Estaban llegando a la cima.

Al llegar a la cumbre se encontraron con dos cabras salvajes que se les cruzaron. Estaban en medio de la nada, en medio del viaje. Rodeados de nieve y poca luz.

Cuando ella tocó la nieve se acordó de que al otro lado de la montaña había un pequeño pueblo con una gran catedral, y ya que estamos … ya que estamos … Merendaron en un café de pueblo anclado en el tiempo. Ya era de noche, perdidos entre restos de luces navideñas y a cientos de kilómetros.

Al llegar a la ciudad, tan grande, tan fría, parecía imposible pensar que estaban a pocas horas de las palmeras, de la nieve, del agua amarga, de los pescadores que ponían en sus manos femeninas un pequeño escuálido para la foto, de los agricultores que vareaban la aceituna.

Ella estaba constipada y rendida, cansada como nunca, pero con la sonrisa que dejan los viajes a los que saben que quedan menos cada vez. 

El viajero aprendió mucho en aquel viaje. Aprendió a valorar lo que tenía y quiso pedir perdón a su viajera por no haberlo visto mucho antes. Y quizás se lo pidió como lo piden los viajeros, con una pregunta, con la pregunta que encierra el deseo de volver a vivir todos esos paisajes a su lado: ¿cuándo volvemos a viajar?
 


 

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