8 de febrero de 2016
VIAJE A LA MONEDA DE ORO Una falsa moneda. Cuanto más envejecemos más cerca estamos de nuestra infancia. Hablando de su infancia y de los que le precedieron, el viajero decía que ella era única, una mujer al menos cien años adelantada a su tiempo. Una mujer excepcional en todos los sentidos. Una mujer que había andado descalza durante su infancia, que había pasado la guerra con un niño recién nacido, una mujer que había sostenido a su familia en toda la extensión de la palabra. Ella lo dio todo por todos los miembros de su familia, desde el primero hasta el último, hijos, sobrinos, hermanos, padres, nietos. Tuvo para todos. Si una familia tiene un sol, ella era ese el sol y los demás pequeños planetas. En torno a ella giraba toda la familia y con su sabiduría aconsejaba, guiaba e iluminaba a todos. Al viajero le llamaba su moneda de oro y el viajero se veía como una falsa moneda que se derrite junto a semejante sol. A la vejez se tienen pocos remordimientos que merezcan la pena. Sólo se sufre no haber sabido, querido o podido corresponder con quien más nos dio. Siempre hay excusas que dan una pátina al recuerdo, pero el remordimiento deja bien clavados todos sus dientes. Aunque el viajero cuidó de que a ella no le faltase un pañuelo de seda que anudarse presumidamente al cuello, o un sombrerito que lucir en los días de invierno, o un libro escrito únicamente para poder dedicárselo, o una habitación de hospital soleada porque no soportaba no ver el sol, aunque el viajero hizo esas pequeñas cosas, el viajero sabía que era una falsa moneda, que no había correspondido con aquella mujer como ella se merecía. Ella se merecía todo, decía el viajero, ella lo dio todo. Nunca abandonó al viajero, nunca le dejó de llamar su moneda de oro. Pero el viajero no pudo estar en el último momento, en el momento en que se cogen las manos y se da el último beso. Hubo muchas razones para no estar, el viajero estaba cuidando y ella le dijo que esa era su obligación, pero el viajero no estuvo en aquel momento, y decía el viajero que uno no es moneda de oro si no está en el último abrazo. Su retrato, un cuadro de otro tiempo muy lejano, colgaba elegantemente enmarcado en la casa del viajero. Desde su lugar de trabajo se veía aquel retrato mirando a la derecha, y decía que le iluminaba más que el otro sol, el que entraba por su lado izquierdo. Nunca pasó delante de aquel
cuadro sin pedir perdón, perdón por ser una falsa moneda.
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