11 de octubre de 2016

VIAJE A LA GENEROSIDAD

Dos palabras que dibujan todo lo que somos.

Los regalos suelen ser cosas y las cosas se pierden, se rompen, se olvidan. Por eso al viajero nunca le gustó ni regalar ni que le regalasen. No quería cosas, quería momentos.

Aquella vez ella no quería regalar una cosa. La mujer que recibiría el regalo ya tenía todas las cosas que dan los años y ya no tenía cajones para esconderlas. 

Los años llenan los cajones de cosas inservibles que no recuerdas como han llegado al cajón. Cuando uno muere acaban llenas de polvo en las albaceas.

Ella quería regalar emociones, recuerdos, su tiempo, sus ganas de viajar, su alegría durante todo un día.

Ella les subió a su coche y dejó el sol de la mañana a su espalda. 

Recorrieron cientos de dehesas repletas de encinas y alcornocales. El campo tenía el color final de los veranos.

Alcanzaron la montaña recubierta de liquen amarillo brillante y empezó a sentir la felicidad de la mujer mayor a la que regalaba el viaje. La mujer mayor que viajaba de vuelta a su feliz infancia.

Llegaron a un pueblecito repleto de recuerdos y de ancianos con los que un día aquella mujer correteaba por las calles de barro y piedra.

Compraron las cosas de antes hechas con otras manos pero como antes. El aceite olía a aceite y la carne a pimentón. La miel era oscura y espesa. Los dulces eran de verdadera harina de trigo. El olor de todo aquello era parte del paisaje como lo era el acento de las familias con las que aquella mujer se abrazaba.

Viajaron de noche y la mujer mayor volvía más joven de lo que se fue. La verdadera felicidad nos descarga de años.

Al día siguiente, ya de vuelta, un anciano que sabía reconocer la generosidad le pidió a ella ir a ver una recogida de bueyes a caballos. Ella les subió a su coche y atravesó las montañas para llevarles a aquel lugar y regalar al anciano el más feliz de sus días. 

El anciano estrenaba camisa y bastón para un día tan especial. Presumía de todo lo que sabía de caballos. Presumía de los amigos que le regalaban pan y salchichón. A la vuelta el anciano estaba tan feliz que se le escapó que había algunos que no le quisieron llevar porque eran desagradecidos. El viajero le dijo que no, que era la falta de tiempo, pero el anciano remiró a la joven conductora y le dijo con un gesto que ella era generosa. Y es verdad, ella era todo generosidad, le susurró el viajero.

Dos palabras, desagradecido o generoso. Dos palabras que dibujan todo lo que somos.
 


 

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