17 de junio de 2015
VIAJE A UNA CAJA DE PLANTAS Siempre que podía ella llegaba con una caja de plantas. Ese día era especial. Las dejaba sobre la roca de la entrada y no dejaba que nadie las tocase durante uno o dos días. Era el recibimiento, la acogida que daba a las plantas para que se sintiesen en casa, para que se fuesen acostumbrando a su nuevo lugar, a los vientos de la montaña, a los fríos de la noche helada. Paseaban alrededor de la caja de plantas sin atreverse a acercarse. Era un gran sacrificio. Como el de los niños que reciben sus regalos en navidad y se resisten a desenvolverlos para alargar la magia del regalo. Cuando ya no podían resistir ni un minuto más, las plantas empezaban a volar por el jardín, de aquí para allá, de un lugar al otro, hasta ser plantadas, aunque fuese provisionalmente para seguir viajando a otro lugar a la semana siguiente. Ella plantó todas las plantas con sus manos. El viajero hacía los agujeros en la tierra con su gran pala negra y luego las cubría con tierra repleta de lombrices. Tras este ritual las bautizaban con agua del pozo hasta inundarlas. No todas las plantas sobrevivieron. Algunas no soportaron los fríos de la noche. Otras quedaron malheridas por las heladas y les castigaron sin flores durante años. Alguna estaba tan fuera de su hemisferio que se conformó con sobrevivir pero nunca dio fruto. A veces pensaban, sin decírselo el uno al otro, qué iba a ser de ellas cuando ellos no tuviesen fuerzas para seguir cuidándolas. Esperaban ver crecidas aquellas plantas. Se esperan tantas cosas. Cuando nadie les miraba, ni ellos mismos entre sí, acariciaban las plantas y se abrazaban a los árboles. Lo hubiesen dado todo por salvar del frio a cualquiera de aquellas hierbas que llenaban su felicidad. Aquellas plantas no daban flores,
daban luz. Ramos de luz que ella colocaba sobre su mesa de trabajo para
sobrevivir durante la eterna semana hasta volver el domingo al jardín.
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