4 de noviembre de 2015

VIAJE A LOS SABIOS BRUJOS DEL CAMINO.

Por eso no se olvida lo amado.

Decía el viajero que se olvidarían de los viajes, pero no se olvidarían de lo vivido porque vivir es enamorarse de los momentos. Se olvida todo menos lo que se ha amado alguna vez y amar es una palabra grande que llega tanto a las personas como a los momentos, los lugares ... Seguramente porque nunca se deja de amar nada que se ha amado en alguna ocasión, por muchas lágrimas que haya costado. O porque es imposible olvidar un momento que nos ha cambiado la vida.

Eran cosas que seguramente decía el viajero por sus miedos a olvidar. Pero el caso es que no había un viaje sin una historia que saliese a su encuentro. También es cierto que ella no podía volver del viaje sin una historia en la maleta.

Unas veces era un niño que se caía delante de ellos y el padre le preguntaba ¿para qué te has caído? Y el niño aleccionado respondía sin dudarlo: para aprender a levantarme.

Otras era un guía frustrado disfrazado de vendedor de ciruelas claudias en la plaza y que a cada forastero le contaba la historia de la casa de las columnas y o la de la torre fortificada junto al río donde había estado encerrada Doña Urraca por haberse enamorado de un pastor del pueblo. La verdad era que la infanta Urraca, hija de Fernán González se había casado en segundas nupcias con Ordoño IV de León. Luego el padre se enfadó con el yerno y apoyó a su rival en el trono leonés, Sancho I que obligó a Ordoño a renunciar al trono y de paso recluyó a la pobre Doña Urraca, esposa de su enemigo Ordoño IV, en el torreón hasta su muerte en el 965. Con razón prefieren contar la historia del pastor, es que es mucho más razonable que una venganza tan mezquina.

Una vez un anciano les llevó cojeando a su bodega horadada en una roca de la que salían chispas al picarla con un pico de hierro. En aquella cueva de piedra bebieron su vino y le perdonaron las ajustadas viandas que generosamente les ofreció sabiendo que lo daba todo.

Otro hombre les condujo por un cementerio que había dentro de una muralla y les contó las historias que escondían las sepulturas. Historias terribles de epidemias que arrasaban con los más pequeños.

Había una anciana a la que temían no ver cada vez que recorrían una calle de la que colgaban años en sus portales. La bruja que les enseñó la primera vez el camino que lleva a alguna parte, porque no son caminos los que no conducen a nada. Les enseñó que eso era perder el tiempo, el único tesoro que tenemos.

Nunca viajaron sin encontrarse a un brujo o a una bruja que les abriese los ojos a lo realmente importante del camino. 

Si acaso no lo encontraban ella alargaba el camino hasta descubrir un lugar, una bodega enterrada en el centro de una ciudad junto al río del vino, una cueva a muchos metros de profundidad, cualquier cosa que alargase aquel momento.

Hubo un viaje que parecía ser el primero sin brujos, hasta que se detuvieron en una iglesia románica del siglo XII. Se situaron bajo la ventana que mira a la luz del primer día de primavera y subieron a las ruinas de un castillo.

Bajando la cuesta del castillo se encontraron a un perro jugando con un gato. El dueño andaba cerca y se ofreció a contarles la historia del pueblo, la historia de las hijas del Cid Campeador, ultrajadas por parte de los condes de Carrión tras su matrimonio.

Leyendas del Cantar del Mío Cid que se hacen verdad sin serlo, porque las hijas de Rodrigo Díaz de Vivar no se llamaron ni Elvira ni Sol, sino que sus nombres reales eran María y Cristina, claro que el  hijo tampoco se llamó Diego, sino Fernando y las hijas tampoco se casaron con los infantes de Carrión, con lo cual difícilmente pudieron ser ultrajadas por estos, sino que María se casó con Ramón Berenguer III, Conde de Barcelona y Cristina se caso con Ramiro Sánchez de Navarra teniendo como hijo a García  Ramírez llamado "el Restaurador" que fue rey de Pamplona de 1134 a 1150.

Pero la verdad no importa, la verdad no hace el viaje, lo que importa son las historias escuchadas de boca de gentes misteriosas, brujos y brujas, gentes maravillosas con tiempo para compartir su vino con los forasteros que se acercaban a visitarlos.

Caía la noche y se perdieron por unos montes llenos de ciervos y de luna. Una noche casi tan bruja como ella. Una noche atravesando los campos sin luz hasta llegar a cualquier lugar donde quedase humanidad, eso que se ha perdido en las ciudades, eso que sobra a nuestros sabios brujos del camino. Eso que marca la diferencia entre el amor y la carne al peso, la humanidad que tienen los sentimientos, por eso no se olvida lo amado.
 


 

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