16 de diciembre de 2014

LA MOTIVACIÓN DE LOS HIJOS.

Hay tanta desmotivación, lo que antes se llamaba “ganas de hacer algo”, que ha sido necesaria una nueva profesión que es la de coaching, que viene a ser el motivador profesional. En la educación de los hijos necesitamos saber educarles motivándoles y no todo el mundo sabe.

Hay niños que llegan a casa y no es necesario decirles que tienen que estudiar, ellos solos cogen los libros y preparan la lección del día siguiente. Claramente están motivados. 

A veces son dos hermanos y uno de ellos está motivado y el otro no, de modo que no parece que sea culpa de los padres, sino del propio individuo que “tiene ganas” o “no tiene ganas”.

El problema de fondo es que tener ganas implica sacrificio y no todo el mundo quiere sacrificarse para alcanzar una meta. Lo mismo sucede en el deporte, las grandes figuras lo son porque cuando todos dan por acabado el entrenamiento ellos siguen practicando para alcanzar la perfección.

El pedagogo José Antonio Marina escribió un libro sobre este tema titulado “El misterio de la voluntad perdida”. Aunque parece que ambas palabras –motivación y voluntad– significan lo mismo, pertenecen a dos enfoques diferentes. En el primero, la voluntad la decide la acción. En el otro, es la motivación la que explica el comportamiento. Este es el modelo que se ha impuesto. Entonces, ¿qué sucede si no estoy motivado, si no tengo ganas de hacer algo? Pues que no puedo hacerlo. 

Y a esto Marina tira de memoria y recuerda a los padres de antes diciendo “tienes que hacer lo que debes hacer, aunque no tengas ganas”. 

Y aquí el padre está en desventaja con el coacher (el motivador profesional) que razona con un adulto y está a su nivel. El padre debe ponerse al nivel de un niño, o más difícil, de un adolescente, y tiene que hacerle comprender que tiene que amar lo que hace para que las ganas salgan por si solas. Pero quién ama ir al colegio cuando se es adolescente, cuando el futuro remoto que prevemos no pasa del próximo fin de semana.

El padre también está en desventaja con sus propios padres (los abuelos) porque la sociedad no inculca los valores de antes, el amor al trabajo, al esfuerzo. En uno de los libros clásicos de derecho, su autor empezaba agradeciendo a sus padres que le hubiesen enseñado el amor al trabajo.

El gran fracaso pedagógico, tanto en padres como en profesores, es no haber sabido transmitir unos valores básicos, como el esfuerzo o el respeto. Se ha transmitido el mensaje de que si no se tiene ganas pues no se hace y que si se fracasa no hay consecuencias ni responsabilidades. 

Quizás la solución sea volver al antiguo “tienes que hacer lo que debes hacer, aunque no tengas ganas” y añadir “y porque eres tan listo que sabes que es lo mejor y lo mejor es lo que hacen los mejores como tú, hijo mío”.
 

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